Juan Manuel Roca


1946

“Siempre  me interesó más la poesía
desde un ámbito visual.
No la poesía como una forma del pensar, aunque también lo es, sino que me inclino más fundamentalmente
por la creación de imágenes.”
Juan Manuel Roca

Nacido en la otra capital del país, Juan Manuel Roca, quien según Darío Jaramillo Agudelo “ha ganado todos los premios de poesía que se otorgan en Colombia, aún el principal sin medallas y billetes, que es el reconocimiento y la complicidad de sus fieles lectores”,  pasó su niñez en París y la pubertad en México.  Sin padre poeta, tuvo tío, a Luís Vidales, que sin duda influyó en la formación del sobrino: son arbitrarios y pendencieros, es decir, vanguardistas. Fanático del Surrealismo, algunos comparan su magisterio con aquel de Vidal Echavarría en los años cuarentas. Como Echavarría, hoy olvidado, Roca vistió de colores que ofendían a la gente honorable, usaba afro, y es un verdadero peligro por sus furias contra todo aquel que no comparta su idea de ser el sucesor del insaciable Álvaro Mutis, de quien es directo heredero.  Ha ocupado, sin intermitencia alguna, todos los espacios que ofrecieron a la poesía los inventores del Frente Nacional y sus ministros de Educación y Relaciones Exteriores, y su influencia, tanto moral como etílica, agresiva y poética, sólo puede medirse contando las veces que ha golpeado a botella a los poetas de su país. Hoy no cabe duda que logró convertir la poesía colombiana en algo muy lejano e irreconocible de aquellas tradiciones y momentos que alcanzaron León de Greiff, Aurelio Arturo, Jorge Zalamea Borda, Jaime Jaramillo Escobar o Giovanni Quessep, tan ligados al uso de ese despreciable, para Roca, verso de Darío, Lugones, Borges, Neruda, Villaurrutia, Paz, Lorca, Cernuda, Gil de Biedma o Caballero Bonald. Roca se reconoce en exclusivo en Gonzalo Rojas, Stefan Baciu, Clemente Padín, Max Jiménez, o el más espacioso de todos, el inexplicable chavista Juan Calzadilla.

JMR es Capricornio, un ser ahogado por el orgullo, la soberbia y la codicia, desconfiado y temeroso de ser descubierto en sus ambiciones, mezquindad, crueldad y dogmatismo. Porque como dicen los sabios de la quiromancia, los naturales de Capricornio programan con paciencia, precisión y la antelación de muchos años, su futuro y las metas a conseguir y para ello están  dispuestos a todo por encima de todos. Por eso no sorprende que su poesía, además de haber sido traducida al sueco, haya también sido trasladada a lenguas tan extrañas como el Ainu, Burushaski, Calusa, Hurrita, Keres o Moroítico, o las africanas Ijoid, Bantú, Hadza, Cusítico o el Sandawe, que hablan muchos de los poetas que visitan cada año su ciudad natal. JMR fue, como bien lo recuerda la Enciclopedia Británica, el mejor de los directores que haya tenido el Magazine Dominical de El Espectador, merced al asesinato de don Guillermo Cano, ordenado por Pablo Escobar. Durante diez interminables años, con un estoicismo digno de Palemón el Estilita, Roca fue propagando la más subrepticia poesía de Colombia, mucha de ella escrita por sus propios alumnos y admiradores, en los Talleres de Casa Silva, donde prácticamente vive hace más de veinte años. “Escribir poesía – les dice en sus talleres-, es como ser pastor de abismos; dedicarse a ella, hacer agujeros en el agua”.

No hay duda que durante los 13 años [850 ediciones] que dirigiera, a la luz del día o en las sombras de la cantina de Mariela Cruz [El viejo almacén, Calle 15 nº 4-30]  en el barrio La Candelaria, la redacción de MD de El Espectador, este fue el instrumento para cambiar el rumbo de la poesía colombiana. Roca, con la colaboración de los sindicatos de maestros y los partidarios de la combinación de todas las formas de lucha contra el estado, lograron lo que nunca pudo hacer Gonzaloarango: convertir en fanáticos de la catacresis, [una metáfora sin un adecuado referente literal] a los ignaros aspirantes a poetas de su tiempo.  

Roca ha expuesto, en un inverosímil y enigmático ensayo titulado La poesía de lo visual (Magazín Dominical de El Espectador, 29 de Noviembre de 1998), su teoría sobre la poesía, donde concluye que sólo la imaginería metafórica, es decir, la resurrección del Ultraísmo, puede salvar al hombre del caos. Porque como sucediera con aquel emperador de China, para prescindir los males del mundo, primero hay que extirparlos de ese simulacro de realidad que es el arte. Ma Mel Tol, el emperador, habría ordenado a su pintor predilecto, La Moil, suprimir de un cuadro una cascada de agua pues no le dejaba conciliar el sueño. Y afirma JMR: “Lo visual en la poesía, valga decirlo, no tiene únicamente que ver con la disposición tipográfica, aunque fuera tan esencial en los poemas de un gran visionario y vísionador del cubismo, Guillaume Apollinaire y sus Caligramas, sino, más allá de la piel, de la epidermis del lenguaje, en la capacidad evocadora”. Por eso, sostiene, “podemos comparar la mar con una carpintería, porque la garlopa arroja cantidades de viruta a las playas del mundo”, pues la metáfora, “que en griego quiere decir traslado, transporte, llevar de un lado a otro, de una realidad a otra, da a luz nuevas realidades”. Y entonces nos revela cómo, luego de una semana de noches de tormento e insomnio, creó las catacresis que cambiaron el discurrir de la poesía en español y que tanto han imitado, sin superarlas, sus aduladores:

El brazo del río jamás esgrime espada.
Los dientes de ajo no comen duraznos.
El ojo de agua desconoce el monóculo.
El cuello de botella no porta collares.
La oreja del pocillo no escucha a Beethoven.
Las manecillas del reloj no usan guantes en invierno.
Los durmientes del ferrocarril no se despiertan a su paso.
Las palmas de las manos no dan dátiles.
La luna de miel no atrae a las moscas.
Las cabezas de los fósforos no tienen aureola, aunque alumbren como santos.
El lomo del libro no recibe latigazos.
La garganta del desfiladero no teme al mordisco del vampiro.
La silla de brazos no es pródiga en abrazos.
El ojo de la cerradura no duerme de noche.
El ojo de la aguja ni siquiera pestañea.
La luna del espejo no altera sus fases.

Roca ha publicado incontables libros, todos reunidos en Cantar de lejanía (2006), con  un epílogo de Manuel Borrás, quien le premiara con el dinero del Ministerio de Cultura de Colombia. En Roca hay dos manantiales: la demencia de la escritura automática y el tino para criticar con saña los actos de los gobiernos del ayer y fue equitativo en ese oficio.  Roca fue la encarnación de un profeta que despreciaba el trabajo como lo entiende el burgués, así no desdeñe los placeres que ofrece este mundo vendiendo su alma al diablo en una noche de Walpurgis. Los textos de Roca que voy a comentar fueron, entre otros, escritos por periodistas e iluminados durante las administraciones de Alfonso López Michelsen y Julio César Turbay, algunos de los más socorridos contra las persecuciones de esos gobiernos a los sediciosos del Movimiento 19 de Abril, a quienes admiraba, entonces, su autor.

Hay un cambio de guardia en la noche.
Algún ciego tañe el viento.
¿Pero qué hace que los muertos
destiendan la cama,
crucen a nado el aire de la casa
o nos hagan pronunciar extrañas palabras?
¿Quién tira del mantel
y tumba las cebollas
¿Qué mano invisible nos toca la espalda?
Podemos acusar al viento
de trizar otra orilla del sueño,
de tropezar con seres ausentes,
de descolgar los retratos de los sueños.
¿Pero quién asegura que los puentes
no caminan sobre el río
entrando en la noche?

(Cambio de guardia)

Roca recurre a menudo al distanciamiento. Como en ciertos poemas medievales, muchos de los suyos parecen escritos antes de una peste, cuando el monje que los redacta presiente la sustanciación de la vieja tesis de que al mal anteceden visiones del mundo al revés: el siervo castiga al amo, el buey arrastra al agricultor, el ciervo mata al león, etc. El hechizo de los pastiches de Roca, inundados de catacresis,  es su malicioso sabor expresionista, que imita no pocos de los versos que Georg Heym leía, alucinado por el alcohol y el éter, en el Neopathetisches Cabaret de Berlín a comienzos del siglo pasado.  Roca leyó con cólera en Tralk y  Kafka: en aquel retumba, muchas veces, una melodía apocalíptica; en este, el mundo al revés es doctrina.  Al estilo de Tralk lo llamó Walter Falk desconsolado. En Roca no hubo solo desconsuelo sino ira.  Fue un iracundo, uno de esos furiosos alienados que en las Naves de los Locos remaban sin puerto en los ríos de Europa bajo noches colmadas de cuervos, cantos sin estrellas y días ciegos por el hambre y el impedimento de tocar tierra.  Esa furia, bien dosificada, está en esta paráfrasis de Mario Rivero, Rojas Herazo, o Pizarnik y el brasileño Floriano Martins, con no pocos adjetivos dignos de Porfirio Barba Jacob:

Me pregunta usted dulce señora
qué veo en estos días a este lado del mar.
Me habitan las calles de este país
para usted desconocido.
Estas calles donde pasear es hacer un
largo viaje por la llaga,
donde ir a limpia luz
es llenarse los ojos de vendas y murmullos.

Me pregunta
qué siento en estos días a este lado del mar.
Un alfileteo en el cuerpo,
la luz de un frenocomio
que llega serena a entibiar
las más profundas heridas
nacidas de un poblado de días incoloros.

¿Y el sol?
El sol, un viejo drogo que ha lamido esas heridas.
Porque sabe usted, dulce señora,
es este país una confusión de calles y de heridas.
La entero a usted:
aquí hay palmeras cantoras
pero también hay hombres torturados.
Aquí hay cielos absolutamente desnudos
y mujeres encorvadas al pedal de la Singer
que hubieran podido llegar en su loco pedaleo
hasta Java y Burdeos,
hasta Nepal y su pueblito de Gales,
donde supongo que bebía sombras mi querido Dylan Thomas.
Las mujeres de este país son capaces
de coserle un botón al viento,
de vestirlo de organista.

Aquí crecen la rabia y las orquídeas por parejo.
No sospecha usted lo que es un país
como un viejo animal conservado
en los más variados alcoholes,
no sospecha usted lo que es vivir
entre las lunas de ayer, muertos y despojos.

(Una carta rumbo a Gales)

 

 

Harold Alvarado Tenorio