Julio Flórez
1863-1923
Julio Flórez (Chiquinquirá, 1863-1923) fue hijo de uno de los presidentes del Estado Soberano de Boyacá, y aún cuando estudió algunos años de primaria en su pueblo, a mediados de 1881 la familia se trasladó a Bogotá porque su padre había sido elegido Diputado en la Cámara de Representantes. Ingresó al Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, pero por causa de las guerras civiles tuvo que interrumpir sus estudios y desde entonces se vinculó a la vida bohemia que llevaban los intelectuales disidentes. Flórez no hizo estudios de lenguas; no conoció el latín, el griego ni leyó en los clásicos de esas culturas. Para 1886 varios de sus poemas habían sido incluidos en una antología de José María Rivas Grott: La lira nueva, pero ya hacía varios años que el vate había abandonado la casa familiar y se había ido a vivir con su hermano Leónidas, que tenía, según se ha afirmado, una excelente biblioteca donde Flórez habría recibido alguna ilustración. En 1883 Leónidas fue herido de bala durante una manifestación partidista y moriría años después por causa de ello. Un año después, el 4 de Junio de 1884, su amigo, el poeta negro Candelario Obeso se quitaría la vida al sentirse marginada e incomprendido, y fue Flórez, quien con encendidos versos le dio sepultura. Tras la muerte de su hermano, viviría en exclusivo de su poesía y la música, sufriendo, como todos los del gremio, soledad y hambres, apenas atenuadas por sus numerosas aventuras amorosas. Se dice que antes de finalizar el siglo XIX Flórez había logrado cierta estabilidad emocional y económica y que su presencia era bienvenida en variados círculos de la capital de Colombia. Era amado, envidiado y odiado. Poeta liberal, Flórez defendió con su pluma las ideas del partido y a sus líderes y por ello fue perseguido y encarcelado. Las mujeres lo adoraban y los poetas jóvenes venían de diversas partes del país a verle, con su lánguida figura de bohemio enfundada en un negro gabán y su pálido rostro para oírle cantar acompañado de la guitarra, el violín o el piano, en cantinas como la de Pacho Angarita o La Botella de Oro y La Gran Vía. Por algo era el autor de Mis flores negras y del poema nacional Boda negra, que en serventesios endecasílabos, retrata la visita que hace un enamorado a la tumba de su amada por boca del enterrador del cementerio:
Oye la historia que contóme un día
el viejo enterrador de la comarca:
era un amante a quien por suerte impía
su dulce bien le arrebató la parca.
Todas las noches iba al cementerio
a visitar la tumba de la hermosa;
la gente murmuraba con misterio:
es un muerto escapado de la fosa.
En una horrenda noche hizo pedazos
el mármol de la tumba abandonada,
cavó la tierra... y se llevó en los brazos
el rígido esqueleto de la amada.
Y allá en la oscura habitación sombría,
de un cirio fúnebre a la llama incierta,
dejó a su lado la osamenta fría
y celebró sus bodas con la muerta.
Ató con cintas los desnudos huesos,
el yerto cráneo coronó de flores,
la horrible boca le cubrió de besos
y le contó sonriendo sus amores.
Llevó a la novia al tálamo mullido,
se acostó junto a ella enamorado,
y para siempre se quedó dormido
al esqueleto rígido abrazado.
Bajo la dictadura de Rafael Reyes lograron alejarle del país, enviándole a Europa con un cargo diplomático. Cuatro años tardó en llegar a España. Primero estuvo en Caracas, donde publicó Cardos y Lirios (1905); luego en Cuba y México, donde dicen que el dictador Porfirio Díaz le invitaba con frecuencia a su despacho. En mil novecientos ocho llegó, por fin, a Madrid, donde departió y conoció a Emilia Pardo Bazán, Francisco Villaespesa, Rubén Darío, José Santos Chocano, José María Vargas Vila y Amado Nervo.
En mil novecientos diez volvió Flórez a Colombia, atacado de «dispepsia nerviosa y hepática», es decir, paranoico y alcoholizado. Como traía algún dinero, ganado en sus múltiples recitales, tras las aguas medicinales, sulfurosas y ferruginosas de Usiacurí, un municipio cercano a Barranquilla, contrajo matrimonio con una colegiala de catorce años, Petrona Moreno Nieto, compró más de cien vacas lecheras, varias casas, y puso una venta de lácteos en Barranquilla, donde iba cada año a recitar en los teatros Municipal y Cisneros, acompañado de sus cinco hijos: Cielo, León, Divina Alegría, Lira y Hugo. Trece años vivió allí el vate. Según ha relatado Gloria Serpa, su más conocida biógrafa, una rara enfermedad deformó su rostro y le afectó el cerebro y el habla, situación que aprovechó la jerarquía eclesiástica y política para “reeducar” al reacio poeta, quien ante la posibilidad de que sus hijos fueran desheredados por haber nacido fuera del matrimonio católico que consagraba el Concordato de 1887, aceptó confesarse, comulgar, contraer matrimonio y bautizar los críos. Ante tales muestras de arrepentimiento, la sociedad colombiana, en la misma cabeza del presidente ultraconservador General Pedro Nel Ospina, decidieron coronarle poeta nacional, actos que se llevaron a cabo en Usiacurí a donde llegaron el 14 de Enero de 1923, un mes antes de su muerte, las más altas y encumbradas personalidades del gobierno y la cultura en casi dos centenares de automóviles y tras ellos multitudes de campesinos, trabajadores y estudiantes.
La popularidad de la poesía de Flórez solo vino a menguar bajo el primer gobierno de Alfonso López Pumarejo, cuyas élites encontraban vergonzosa una poesía herética y mórbida, que celebra y lamenta la tristeza, la muerte, las amadas idas, desagradecidas y embusteras y rinde perpetuo homenaje a la madre.
¡Oh, poetas!, es un buen punto de partida para leer la obra de Flórez. Los poetas, según el texto, son unos seres cansados de la vida, pálidos, tristes, ceñudos, cobardes, que van por el mundo sin rumbo, atrapados por las dudas, padeciendo dolor pues no existe la virtud sino el llanto, la miseria, el deshonor y el crimen. Ante tal situación, Flórez reclama:
Dejemos las endechas
empalagosas, vanas y sutiles:
no más flores, ni pájaros ni estrellas…
es necesario que la estrofa grite.
Nuestra misión es santa:
no malgastemos en estrofas tímidas
la sacra inspiración que en nuestras frentes
arde con lampos de gloriosos fines.
Poeta es quien se solidariza con el pueblo, y el poema debe colaborar en la destrucción del mal; dar aliento y virtud, y castigar el crimen. El poeta debe elevar su voz a fin de derrocar las tiranías; destruir los jueces venales y abolir la pena de muerte:
Hagamos —implacables y orgullosos—
si queremos ser grandes y ser libres,
un ramal con las cuerdas de la lira
para azotar con él a los serviles.
Que a nuestra voz desciendan
de lo alto, los míseros reptiles:
todos, todos los déspotas del mundo,
todos, todos los Judas y Caínes.
..........................................
Hondo desprecio y pena
para los jueces que la ley infringen;
para el cadalso, horripilante pulpo
que hace de sangre y llanto sus festines.
Si hubo en la mente de Flórez una «estética», tiene que estar en este poema: combatir y no contemplar, poesía militante, declamada y cantada en las fondas y cantinas de un país que agonizaba bajo el fuego de los fusiles enviados por Valencia desde Europa. El poeta de La Gruta Simbólica se solidarizaba, desde su romanticismo, con las angustias de sus paisanos mientras modernos, parnasianos o simbolistas, se acogían, a la torre de marfil.
Los poemas de Flórez que superaron la melancolía de su tiempo fueron publicados, quizá escritos también, en los primeros años de este siglo, posiblemente en España y los países que visitó en sus viajes de ida y regreso a Colombia. Esa época ofrece textos filosóficos, donde piensa más que lamenta. Epígono del romanticismo, Flórez padece el conflicto entre su personalidad y el mundo que presencia. El yo liberal quiere un mundo sin trabas ni preceptos. La realidad es ruina y mezquindad. El choque entre el mundo soñado y el real termina por recluir al poeta, por aislarlo de los otros. La respuesta será blasfemia, impureza, sentimentalismo y lloro.
Sus desplantes y la bohemia finisecular, eran respuesta al difícil clima social que vivía el país después del triunfo de la Regeneración y que concluiría con la dictadura de Reyes. En esos últimos años del siglo, Flórez alcanzó la popularidad que todavía le recuerda. Sus borracheras, serenatas, improvisaciones, visitas al cementerio y amantes engañadas, representaban el sentimiento nacional de un partido político, sometido a la destrucción de su concepto de nación, mediante la guerra y la sistemática destrucción de su ideología. Como los malditos del Segundo Imperio, las gentes progresistas, los intelectuales liberales, los artesanos y vastos sectores sociales vivían un continuo desengaño y amaban más la muerte que la vida. La muerte, los cadáveres, las pestes, la miseria, y un futuro hediondo a carroña, eran los recuerdos y el presente de sus vidas.