El sueño de las escalinatas

[Fragmento]

Como los lectores de libros sacros, los pregoneros de milagrerías y los loteadores de paraísos y nirvanas, también yo he de sentarme de espaldas al Rió, frente a las escalinatas plagadas de creyentes y obsedidas por dioses vi­vos y muertos; frente a los Templos de ladrillo y cobre sobre cuyas escamas la luz hierve y crepita; bajo los empinados Palacios en cuyas azoteas cunde la algarabía de los monos.

También yo he de llamar a los creyentes para que formen corro en torno mío, y me escuchen.

Pero no he de leerles milagros de dioses, ni hazañas de héroes, ni amores de príncipes, ni proverbios de sabios. Pues respondiendo a lo que viera el ojo, el duro brazo de la cólera arrebató el libro abierto sobre mis rodillas y lo destrozó contra el viento. Y ahora el viento dispersa sus ho­jas sobre el Río, como ahuyenta el huracán a una bandada de pájaros de mal agüero.

¡AH! He repudiado el libro. He abolido los libros.

Solo quiero ahora la palabra viva e hiriente que, como piedra de honda, hienda los pechos y, como el vahoroso acero desenvainado, sepa hallar el camino de la Sangre. Solo quiero el grito que destroce la garganta, deje en el paladar sabor de entraña y calcine los labios profirientes. Solo quiero el lenguaje de que se hace uso en las escalinatas.

Pues tengo el designio, ¡oh creyentes! De abrir audiencia aquí, sobre las escalinatas, de espaldas al Río, frente a los Templos y bajo los Palacios.

Designio de incoar un proceso —el vuestro—; de armar un alegato —el vuestro—; de reanudar, fomentar y dirimir la más antigua querella — la vuestra.

Apelo a vosotros, ¡creyentes! Necesito de vosotros y c todos los seres de condición contradicha.
He aquí, pues, mis citaciones a esta audiencia:

En primer término, cito a los hongos humanos que proliferan  sobre las escalinatas o agonizan en ellas:

Esculturas vivientes, gesticulantes y gimientes que abren avenida hacia la abierta sala de nuestra audiencia:

El adolescente epiléptico que hace precipitar el ritmo de las plegarias con su alarido de entusiasmó y su bramar de espanto;

El enano que salmodia su irreparable mendicidad bajo lujo de su enorme turbante amarillo;

El paralítico que con sus tablillas ambulatorias, remeda sobre la sorda piedra la invitación de las castañuelas la danza;

La leprosa que, mendicante, púdica, coqueta, desesperada, exasperada, cierra o hace flotar el vuelo violeta de su manto sobre su desleída carne gris;

El niño que pone al sol los coágulos azulencos de  sus ojos descompuestos;

El hermoso mozo mutilado por sus propios padres para que la muda y nuda plegaria de sus muñones le garantice el pan de cada día;

El demente, el sifilítico,

El calenturiento,

El idiota,

El varioloso, el pianoso, el tiñoso,

El sarnoso, el caratoso,

El tuberculoso,

Y toda la horda innumerable de los consuntos.

-Que vengan aquí, que se acuclillen en primera fila, muy cerca de mí para que su yerta brasa haga borbollar las pa­labras en mi pecho hasta que broten de él lenguas de fuego.

Pues quiero desatar un gran incendio.

Doy luego precedencia en mis invitaciones a las gentes que viven un poco más allá de las escalinatas, detrás de los Templos y los Palacios:

Las muchachas que acarrean las arenas y reciben en pago de su afán minúsculas hojuelas de estaño;
Los vendedores de leños para las piras funerarias;

Los vendedores de tierras de colores para los tatuajes de la casta y el rito;

Los vendedores de rosarios de sándalo, nueces o vidriería. Que amansan la ira e inoculan la resignación;

Las niñas que venden guirnaldas para adornar las esqui­vas gargantas del Río:

Las niñas que venden diminutas almadías de paja con dos velillas encendidas para ofrendar al Río;

Las solitarias abuelas varicosas que exponen con tímido orgullo, sobre un pingajo de saco seis nueces, cuatro pi­mientos rojos y un mango marchito:

Los escribanos que copian la letanía de las miserias ile­tradas de la madre que busca al hijo para que le dé un sudario; de la niña abandonada que no quiere perder el cielo del pecho de su amante; del jornalero que clama con­tra una justicia de expropiadores;

Los vendedores de tortillas; los vendedores de especias;

Los vendedores de hojas de betel;

Los vendedores de buñuelos en que se arraciman las abejas;

Los vendedores de emplastos; los vendedores de pájaros;

Los vendedores de bálsamos y laxantes;

Los vendedores de ceniza;

Los vendedores de sal;

Los vendedores de agua...

¡OH delirante confusión del comercio de las cosas más nimias y necesarias!

El comerciante cuenta en fracciones de rupias sus ganancias y el comprador irrita su propia hambre con un puñadito de garbanzos o recontados granos de arroz.

Que abran el parque de los profetas y los dejen venir hasta mí, con sus salientes ojos alucinados, sus arremoli­nadas greñas, sus barbas cundidas de piojos y sus inciertas piernas de ebrios de Dios. Que los dejen llegar hasta nos­otros, pues necesitamos su testimonió. Su demencia corrobora nuestra razón y sus palabras nuestro designio.,

¡Crece, crece la audiencia! Hay ya silbos de llama en la brasa.

Que vengan también el herborista y el sacamuelas; el botero y el guía; el alfarero y el tejedor de mimbre; el as­trólogo y el sastre; el homeópata y el acupuntista…

Las mujeres que trituran las piedras al borde de las carreteras;

Los ancianos que rasuran el vello amarillo de la tierra secana;

El niño tuerto que teje los saríes de púrpura y de oro; los hombres que tiran de los carros cargados con grandes vasijas de gres;

Los encantadores de serpientes;

Los cornacas;

Los colectores de boñiga;

Los niños que pastorean jabalíes y búfalos;

Los hombres que cuidan de los monos en los templos olorosos a orina y benjuí;

Los remendones de babuchas;

Los barberos que, en cuclillas, rasuran y tonsuran a sus clientes entre las ruedas locas de los rickshaws; los mozos de tiro de los rickshaws: los Ganimedes de leche de coco; los trenzadores de cuerdas;

Los basureros y los recogedores de colillas; los esquiladores y cardadores; los camelleros y burreros;

Los poceros y los pregoneros;

Los estafetas y las plañideras;

La mujer que tuesta los garbanzos; la que cuece el arroz;

La que sabe parar los flujos;

La que maquilla a la niña impúber;

La casamentera y la amortajadora;

Los que baten el cobre, los que graban el cobre, los que nielan el cobre...

Y los incineradores de cadáveres,

¡Y las parteras de la miseria recién parida!

¡OH lancinante algarabía de los humildes menesteres! Y de los bajos oficios. ¡Oh inacabable necesidad de las manos que ofrecen su trabajo! ¡Oh codicia fatal de las manos que reciben el trabajo!

Crece, crece la audiencia:

Que vengan todas las gentes de sudor y de pena de Benarés, y me den todas ellas su venia para citar a los cam­pesinos rebeldes de Hayderabad:

A los artesanos maldicientes de Jaipur;

A los tasadores de basuras de Bombay;

A los pescadores acongojados de Madrás;

A los pastores de Cachemira:

A los tejedores del Deccan:

A los chóferes de Delhi:

A los leñadores del Punjab;

A los colectores de cadáveres de Calcuta.

Que vengan todas las gentes de sudor y de pena de la India. Pues plantearemos un gran pleito y fomentaremos una gran querella con su asentimiento y testimonio.

Audiencias entre el Río .y los Templos: sobre las esca­linatas y bajo los Palacios. Sin esperar la tarde: bajo el colérico sol que denuncia hasta el bongo en la axila del notable.

Detrás está la ciudad: henchida clueca erizada de cúpulas. Minaretes y terrazas, empollando sus muchos siglos; rumiando su pasado, tal una vaca bajo el bordoneo de los tábanos; pasando y repasando su rosario de soles y de lunas como un fakir encenizado; censando sus caudillos; sus khanes, emires, emperadores y goberna­dores; empadronando sus hechiceros, sus brahmines, sus la­mas, sus imanes; haciendo balance de invasiones y contabilidad de lenguas; recitando crónicas, anales y memorias de pestes. Incendios, deslizamientos, inundaciones, terremotos

Tifones, sequías, guerras y hambrunas; sepultando sus muertos que descienden hacia el Río e inventariando sus recién nacidos que suben hacia el hambre.

En la confusión de los elementos, —cuando el aire, el fuego, las aguas y la tierra eran un común hervor—, surgió del légamo el ligam legatario y esparció su quemante es­perma, confirmando las inciertas riberas, dando cauce al Río y engendrando la ciudad.

Unas cuevas en las escarpadas orillas, unos montoncillos de adobes más arriba, tal fue su origen, su remoto comienzo. Y la necesidad rondando desde entonces, en torno, como ocelada fiera.

Su rumia secular le repite a la ciudad el sabor de los sudores iniciales, la quemadura de las primeras lágrimas; el hedor de las primeras negras sangres humeantes; fermentación bajo el sol altanero; proliferación so­bre el humus del Río. Y el infatigable conato del hombre de reproducir sus manos pedigüeñas y su boca in saciada. Y su precipitado corazón.

¡AH! Rumia la ciudad sus gemidos de parturienta perma­nente: ora pariendo fosos y murallas; ora pariendo fuertes
Y fronteras; ora pariendo mezquitas y pagodas; ora parien­do palacios y vanas tumbas. Toda cosa parida hermosa, grandiosa, fabulosa envuelta en la amarilla placenta del hambre

Vientre cuyo flujo no reconoce tasa ni peaje, en el impudor de su celo milenario expele generaciones como vas­tas ovadas de renacuajos y pone esos huevos cósmicos bajo cuyo esculpido dombo se refugian los dioses y tratan de re­calentar los hombres la yerta metafísica del hambre.

Indiferente al destino de sus criaturas, adorna su gran cuerpo polvoriento con pulidos falos de piedra, de madera. De cobre, de hierro, de oro... Por su eterna herida supurando generaciones necesitadas.
A cada vuelta de siglo, se hacen más distintas en el clamor de sus criaturas palabras, quejas, gemidos, gritos, alaridos de hambre, reclamos de justicia y de paz. Los siente en sus flancos como breve quemadura, como fugaz herida recurrente. Y se voltea sobre su propia desazón tal una bar­caza abandonada da tumbos sobre la ola contraria.

Sobre la rumia de la ciudad, el cielo azul, impasible, surcado por el vuelo místico de las apsaras y el vuelo es­candaloso de las guacamayas.

Manan los hombres de la ciudad hacia el Río; se vierten por las escalinatas como una lava lenta y escabrosa: extraviado cada uno en un sobresaltado ensueño de viandas humeantes y divinos visajes.

Consolación de los colores: el incierto, el inquieto descendimiento de la muchedumbre por las graderías, se afirma e ilumina con las rojas trenzas de un turbante, los pliegues de un manto amarillo. Los visos de un sari violeta, el breve vuelo de un velo verde y la vasta palpitación de un gran lienzo blanco entregado al mudo furor del viento.

Estáis aquí, creyentes. En torno mío, poblando las escalinatas. Y va a ser posible abrir audiencia pues otras gentes de vuestra misma condición han venido de todos los rumbos: ora por sobre las sobresaltadas praderas marítimas; ora traspasando las montañas en que tienen sede sabios, santos y otros fantasmas; ora por los polvorientos caminos que el árbol niim sombrea con sus ramas carita­tivas y sus hojas sanatorias.

¡Nombrarlos, enumerarlos! Cada nombre será una nueva brasa y cada número otra ira.

Que nuestra condición se muestre en toda la majestad de su horror.

¡Censar, censar es mi retórica!

Vedlos aquí: venidos de todo foco de infección, de todo hogar de miseria, de la ubicua sede de la necesidad:
De Nagasaki e Hiroshima y Okinawa las madres frustra­das, los hombres mutilados y los campesinos desposeídos;

De las islas de Sonda los caucheros de quienes nadie re­cogió la leche de su fatiga ni la resina de sus huesos;
De Indonesia las víctimas de los remotos especuladores del estaño;

De Turquía los aldeanos que devoran al ras del suelo, en competencia con las bestias, las hierbas amargas;
Del Irak los supervivientes de las matanzas de Basra, de Habanieh y de las islas letales;

De Ceilán las víctimas de los avisados especuladores del arroz;

Del Irán los rehenes de la guerra cruda del petróleo y los habitantes famélicos de las cuevas de la prestigiosa Teherán, so el miraje de los palacios: como aquí;

De Argelia los macilentos próceres que roen con sus dien­tes de leche las cadenas del cainita;

De Egipto los fellahs que perdieron en el turbión de los siglos el crédito de su angustia y el débito de su cólera;

De Kenya los kikuyus engañados por las grandes fábri­cas del saber occidental; los masai empenachados con su propia belleza, pero ampollados por la consunción; los mau­mau exorcizándose a sí mismos en un tenebroso ensueño de ira y reconciliación;

De Sur África los míseros viejos negros sollozando sobre el destine' de sus hijos terroristas y sus hijas prostitutas; de Madagascar los sobrevivientes de la orgía represiva.

¡Crece, crece la audiencia!

Pues también de la orgullosa península minúscula deri­van aquí nuestros semejantes:

De Francia, la bien garnida, los mineros silicosos, los re­cogedores de remolacha, los galanes sin techo, los ancianos que abren la espita del gas y escuchan la silbante canción del gas como final melodía de su desamparo; las maquilla­das marionetas mecánicas de la prostitución; los obreros roídos por las hormigas de los dividendos;
De la España bronca, los cosecheros de aceitunas de An­dalucía, los vascos de sellada furia, los asturianos cosidos de recuerdos como de cicatrices: todos los españoles humillados y ofendidos;

De la imperial Britania, los lémures humanos de los slums londinenses; los labriegos que revientan de fatiga y de hambre sobre los terrones de Irlanda; las viejas que vendimian el vino de su embriaguez en lagares de esperanzas fallidas y mancillados recuerdos; los marinos que buscan en los siete mares el olvido del hogar ingrato. Y todos los que, ruborosos, se dicen a sí mismos, como Chariot: no hay miseria comparable a la de Londres;

De la Italia azul y miel, las mondadoras de arroz que son mondadoras de sus propios sueños; los pastores de Calabria que apacientan la negra ira; los vidrieros vénetos que traspasan el agonizante fuego de sus venas a las cintilantes copas que saciarán a otros labios: las niñas negociadas de Nápoles; los carusi de Sicilia, precozmente corrompidos por la opresión y contrahechos por la explotación; las muchachas vergonzantes de Roma a las que encontrará la muerte más blancas y temblorosas que una hoja de papel, más yertas que el alba del desahucio, y toda la innumera emigra­ción desesperada;

De Grecia, toda Grecia, la traicionada y vilipendiada: el devorante chancro de nuestros vicios, nuestra más secreta vergüenza.

!Que numerosa audiencia!

¡Que tumultuosa audiencia!

Y aun crecerá la audiencia sobre las escalinatas. Pues no ha finido el censo.

DEL quieto país de muchos lagos y volcanes de agua, han venido los guatemaltecos tratando de revivir entre sus manos desposeídas un quetzal malherido;

De México —sangrante, agonizante— han llegado los agra­ristas engañados, los guerreros vendidos, los revolucionarios frustrados. Los sindicalistas abozalados: toda la gente mexi­cana como un erizado bosque en marcha de cactus;

De otras naciones del Caribe, blancos y negros, indios, mestizos, mulatos, zambos y cuarterones han venido, —al­zados todos ellos contra la sangrienta demencia que sirve de Celestina a los rijosos patrones del azúcar y el banano;

De las gélidas mesetas en que el guanaco curiosea, han ve­nido otras víctimas de los remotos especuladores del estaño;

De Venezuela la rica, la más rica, la mil veces rica, la riquísima, —inesperado centro de musicalia, sede de la más audaz arquitectura, lonja de artistas, mecenas estrellado (¡oh antifaz, oh máscara, oh irrisión!)— de Venezuela hu­meante de petróleo, husmeante de pan, han venido cinco millones de pobres venezolanos y los millares de sombras que toman aquí, entre vosotros, vacaciones de los penales,

Presidios y cárceles en que pagan el planteamiento de un pleito: ¡el vuestro, el nuestro!

Que cada palabra mía fuese ahora como piedra de cien filos: llave inmisericorde que abra y destroce todo corazón. O como dentellada de lobo que tiene prisa por llegar a la entraña palpitante de su presa. Pues mi pobre corazón está desnudo y llagado viendo llegar a las escalinatas la de­legación de mi pueblo: mis hermanos, mi más inmediata semejanza.

 Jorge Zalamea