Tiempos de morir
1
Quizá primero fuese un imposible,
una ilusión de hojas,
una precaria forma de acabar
la ardua lucha de Ahab y la ballena,
el puro amor de Efraín,
el tierno sueño de Saint-Exupery
por cifrados asteroides de miseria.
La prueba era que podías recomenzar,
volver a la temible boa
y al cordero, al ancho, intenso, mar,
a las trenzas oscuras de María,
esa última rosa del viejo Paraíso.
Después fue la noticia.
El registro fugaz
que pronto amarilleaba en el papel, ajeno aún
al mundo vario
apenas atisbado en la ventana.
Pero empezó a mostrar su cara escueta
y sonreída. Su inaudito silencio:
en la adusta bisabuela que te malquería,
en el solar macabro de aquella última tarde de la infancia,
en el huérfano
y callado camarada de la escuela.
Ahora es la amenaza cercana y efectiva
que de golpe
se lleva al viejo sabio, al primo más vital,
a la muchacha
cuya figura te alegró la víspera.
Y aún no te convencen sus maneras.
2
Aunque sólo una vez
nos lleven, entre ritos y graves pensamientos,
a ocupar la medida de tierra
exacta que nos toca,
ocurre en nuestra vida varias veces la muerte.
Tampoco al terco cuerpo le sobrevive el alma.
Como un ligero traje
rasgado sin esfuerzo por un violento amante,
inocua es la materia de ese sutil escudo
al ímpetu del sino.
Con el solo nacer, perdemos aquel ámbito
ameno, comedido, que cielo rotulamos.
El resto es la nostalgia
del agua primordial y de la oscura calma,
que la noche y la lluvia, en su derroche,
ignoran.
Después, al razonar, nos abandona el sueño,
ese vasto consuelo limitado a los niños,
porque saber y muerte son la misma moneda
con que, un dios comerciante,
el favor chapucero del ser capitaliza.
A este único recreo
le sucede el amor, ese felón sagrado
que al besar en la alta noche del huerto delicioso
también nos da al martirio
de clavos y estocadas.
En zombis convertidos, ya desatada el alma
con tales golpes rudos,
nuestro cuerpo deambula, buscando tras quimeras
su perdido sosiego
(el arte, altas empresas, la simple humanidad
de nuestras hembras pródigas)
hasta cuando,
hasta que…
Antonio Silvera
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